La realización de la libertad es
al mismo tiempo la tarea más maravillosa y más difícil. Schiller dijo: «Vecinas
son las ideas, pero en el espacio chocan las realidades». La conciencia actual del
hombre no sólo puede haberse extendido imperiosamente en su supervisión del mundo y de los procesos en él, sino puede
haber ganado también en profundidad por la experiencia vital, la intensidad y
el autoconocimiento.
Pero en cuanto empezamos a actuar
nos vemos en un determinado lugar del mundo, en una determinada relación frente
a nosotros mismos, las personas y cosas que nos rodean, que puede ser del tipo
más diverso.
De ello resultan las condiciones
y fronteras que provienen del propio interior y del ambiente. Como actuantes
estamos, cada uno a su manera, ligados. Tampoco se puede decir que siempre
podemos ser libres en el marco de estas ligaduras. Esto es un ideal; pero quien
profundice lo suficiente en sí mismo se confesará que a ratos se acerca a este
ideal y que a veces se aleja. Aquí están los límites de nuestra libertad, que
cada uno ha de intentar ampliar según sus fuerzas.
Porque existen estos límites es
comprensible que nace en el hombre la necesidad de bajar la vista sobre si
mismo desde un plano más elevado. Desea mirar hacia las condiciones «objetivas»,
cósmicas, que lo han conformado. Gracias a estas miradas podría revelársele
conocimientos que iluminen de modo clarificado situaciones y vivencias que
ciertamente se interrogaron intensivamente, pero que se cerraron a las
preguntas formuladas.
Todavía se añade algo más. Después de
ir diluyéndose desde hace siglos la sencilla capacidad del poder-creer
religioso, después de que la ciencia no ha podido explicar aún nada en puntos
decisivos acerca de la esencia del hombre, de su de dónde y a dónde, les
sobreviene a los hombres actuales, en gran número, el sentimiento de la falta de una patria última.
En la mayoría de las personas
apartadas de su confesión vive la imagen más o menos viva de una teoría de
Kant-Laplace desarrollada: la Tierra, un grano de polvo en el Universo; sobre
ella, el fenómeno más o menos fortuito o casual de una humanidad. La Tierra,
girando alrededor del Sol, un día se enfriará con él, después se helará. A
ellos se unen modernamente las imaginaciones de todo aquello que algún día se
producirá gracias a la energía atómica. Circulan pensamientos acerca del
peligro de una desintegración de la Tierra, y ya son hoy muy numerosos aquellos
que dicen: Más vale esto que un camino humano que, de catástrofe en catástrofe,
a través de los siglos tampoco no es más que una destrucción. Ciertamente
existen también personas que, frente a la imagen universal física, aceptan la
causa última, llamada también Dios, pero que en vista de las distancias en
infinidades calculadas superficialmente se diluye en una lejanía tal, que ya no
es posible sentirla o vivirla esencialmente
Dentro de nosotros no hay ningún
camino que conduzca de necesidades astronómico-matemáticas a la «ley moral».
Nos hemos hecho demasiado pequeños en este Universo, demasiado triviales, para
querer molestar a «Dios» por causa de asuntos humanos.
Frente a esta situación espiritual en
el vacío, que tiene como consecuencia el sentir amoral y el querer nihilista,
carece de importancia el que algunos hombres lleguen por medio de observaciones
astrológicas al convencimiento de que su existencia no es fortuita, sino que en su nacer y actuar, en sus sufrimientos y
realizaciones se oculta un plan. En resumen: que ha sido «querida» por algo.
Si puede demostrarse que existe una relación entre la constelación y el
movimiento estelar por un lado, y la esencia y el destino humano por otro,
puede unirse a ello el sentimiento (al principio muy general) de tener una patria en algún lugar del cosmos.
Donde no se ate a ello, en una concepción errónea, la idea del simple «hado»,
puede convertirse en una fuerza impulsora.
Esta fuerza impulsora surge en su
mayor parte por el hecho de que el lenguaje de las estrellas. Si se ha
aprendido a leerlo y demuestra ser convincente, es un lenguaje de sucesos.
Aunque no se quiera afirmar aquí que no existe ninguna sabiduría ni verdad de
la palabra, sí debe comprenderse que la infinita multiplicidad de ideas
contenida en la masa de libros de una biblioteca es capaz de desesperar no sólo
a espíritus y corazones débiles
Cansado
de los libros, cansado de las palabras,
Que
me secaron, marchitaron la voluntad,
Busco
en el fondo de mi autoconciencia
La
acción que salva, la acción que libera.
Estos cuatro versos de Emile Verhaeren
se dirigen a algo diferente de lo expuesto aquí, pero los dos primeros
comunican el estado de un hombre que se contó entre los importantes. Aquel que
no se «fije» pronto espiritualmente, aquel que, por el contrario, busca la
verdad cada vez más allá y deja actuar sobre sí el contenido de verdad de cada
convencimiento profundamente cimentado, puede pasarlo muy mal. Se siente como
en una sala de conferencias en que una docena de oradores hablan a la vez,
hallando aprobación y desaprobación. Llegará a la decisión: tienes que salir de
aquí.
Acaso salga entonces bajo el claro
cielo nocturno, desde el cual lucen con soberana placidez las estrellas, y
pueda tomar aliento. Este cuadro no quiere sugestionar. Sólo intenta explicar
la necesidad de una visión situada más alláde la cantidad de opinionesacaso muy
bien fundamentadas, pero que a causa de unilateralidades involuntarias o
presupuestos inciertos no dejan de ser opiniones.
Texto tomado del “MANUAL DE ASTROLOGÍA”
de François
Labat.
Maria Florinda Loreto Yoris.
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