Aquella cultura de adivinos
astrales de la antigüedad, a la que
intenta suceder la reavivada astrología, ha florecido en regiones, como
Babilonia, en las que reina bajo un cielo muy claro, una profunda claridad.
Sobre esta oscuridad luce y refulge el firmamento como una increíble joya de
diamantes.
Las estrellas están presentes con
mucha mayor intensidad que en nuestras tierras. Este solo hecho podría explicar
por qué los hombres en aquel entonces han participado mucho más que nosotros de
los procesos y transformaciones del cielo. Pero el salto ideológico, de que
aquellos hombres, interesados en las estrellas y con aptitudes matemáticas,
hubiesen avanzado, como nosotros, de observación individual en observación
individual, para quizás al cabo de varios siglos estudiar y aprovechar
estadísticamente el material acumulado, para entonces atribuir a las estrellas
unas determinadas causalidades, no es tan natural.
La conciencia humana de entonces
no estaba dispuesta para la recolección fría de detalles que más tarde se
hubiesen podido reunir metódicamente para acaso conducir a conclusiones
generales. No se puede proyectar lo adecuado a nuestros tiempos en la lejana
historia. Si se abre un atlas estelar y se leen los nombres de constelaciones,
también de estrellas individuales, se hallan nombres de la mitología griega que
nos han sido transmitidos. Pero toda
mitología es síntoma de una conciencia que razona más con imágenes que con
conceptos. Su “lógica” es de procesos que se describen y que, como
vivencias de los dioses que se relacionan con los destinos humanos, tienen
sentido, un profundo sentido, también misterioso.
Es decir que se traspusieron al
cielo imágenes míticas, y aun cuando eso ya fuera un lenguaje “exotérico”, un lenguaje para el pueblo, no deja de
conducir nuestras preguntas por el origen de la astrología en una dirección muy
diferente. Si nosotros comenzáramos hoy a dedicarnos a la astronomía,
seguramente numeraríamos las estrellas, después de efectuada una división
espacial. Debemos tener presente este contraste. Si alguna vez tuvo algo de
veraz la astrología antigua, es
porque los astrólogos, en su época de florecimiento, no consideraban la
estrella tan sólo como un punto luminoso (de la magnitud que fuera), no
conocían tan solo su órbita, sino que “veían” más.
En cuanto ponían su atención en
ellas, se animaba algo en ellos, sentido en todos sus miembros, que
correspondía a la esencia de la estrella. Allí donde solo nosotros aprehendemos
algo cuantitativo, ellos se sabían en relación con algo esencial. Para
comprenderlo nos puede ayudar algo el concepto del instinto, pero que no
actuaba dirigido sólo a la tierra, en su degeneración actual, sino en toda su
amplitud, existente también para la sensibilidad espiritual.
Entender o representarse así será
extremadamente difícil en la actualidad, puesto que el desarrollo del
consciente nos ha convertido en primer lugar en antípodas de las posibilidades
de conocimiento de las culturas antiguas. Mas se deberá pensar que las épocas
humanas anteriores no eran sólo más o menos primitivas, comparadas con
nosotros. En muchos otros aspectos somos nosotros los primitivos respecto a
ellos.
Por medio de una cierta agilidad
interior no nos será imposible imaginar al menos que los hombres de otras
épocas eran capaces de cosas muy distintas, y sobre todo de muy distinto modo.
Lo indican muchos logros, por ejemplo de los egipcios que, según nuestra
idiosincrasia actual, no somos capaces de imitar.
Texto tomado del “MANUAL DE ASTROLOGÍA” de François Labat,
Maria Florinda Loreto Yoris.
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